Está acabado verdaderamente

Publicado originalmente en el GCI Weekly Update del 22 de marzo de 2017 en From the President

                                                                                                                                                                                                                                  por Joseph Tkach

 

Dirigiéndose a un grupo de líderes judíos  que estaban persiguiéndole Jesús hizo una declaración reveladora con respecto a las Escrituras: “¡Y son ellas las que dan testimonio de mí!” (Juan 5:39 RV 1960). Esta verdad fue confirmada años después en esta proclamación de un ángel del Señor: “…porque el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía” (Apocalipsis 19:10 RV 1960). Desafortunadamente, los líderes judíos en los días de Jesús decidieron dar la espalda a estas verdades con respecto a las Escrituras y a la identidad de Jesús como el Hijo de Dios. En su lugar se centraron en los rituales religiosos del Templo de Jerusalén, de los que abusaban para su propio beneficio. Como resultado, perdieron de vista al Dios de Israel y no reconocieron el cumplimiento de la profecía en la persona y ministerio de Jesús, el Mesías prometido.

El Templo de Jerusalén era verdaderamente magnifico. El historiador y erudito judío, Flavio Josefo, destacó que su mármol blanco reluciente exterior, acentuado con oro, era maravilloso. Te puedes imaginar la sorpresa y el desconcierto de las personas cuando oyeron la profecía de Jesús de que este Templo glorioso, el centro de la adoración del antiguo pacto, sería totalmente destruido. Una destrucción que indicaba  que el plan de Dios para la salvación de toda la humanidad, dejando a un lado el Templo, venía conforme a lo planificado.

La destrucción del Templo de Jerusalén por Hayez  (dominio público via Wikimedia Commons)

Jesús no parecía particularmente impresionado con el Templo de Jerusalén, y con razón. Primero, él sabía que la gloria de Dios es mucho más grande que cualquier edificio de construcción humana, sin importar su grandeza. Segundo, Jesús sabía que el Templo sería reemplazado, un hecho que compartió con sus discípulos. Tercero, él vio que el Templo no servía ya para el propósito para el que había sido construido, diciendo: “¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones (Marcos 11:17)». Nota también lo que está registrado en el Evangelio de Mateo: “Jesús salió del templo y, mientras caminaba, se le acercaron sus discípulos y le mostraron los edificios del templo. Pero él les dijo:—¿Véis todo esto? Os aseguro que no quedará piedra sobre piedra, pues todo será derribado” (Mateo 24:2, y Lucas 21:6).

En dos ocasiones Jesús predijo la destrucción de Jerusalén y de su Templo. La primera fue en su entrada triunfal en la ciudad mientras las personas arrojaban a tierra sus mantos delante de él, forma en la que se acostumbraba a dar honor a alguien de gran importancia. Nota la narración de Lucas: “Cuando se acercaba a Jerusalén, Jesús vio la ciudad y lloró por ella. Dijo:—¡Cómo quisiera que hoy supieras lo que te puede traer paz! Pero eso ahora está oculto a tus ojos. Te sobrevendrán días en que tus enemigos levantarán un muro y te rodearán, y te encerrarán por todos los lados. Te derribarán a ti y a tus hijos dentro de tus murallas. No dejarán ni una piedra sobre otra, porque no reconociste el tiempo en que Dios vino a salvarte” (Lucas 19:41-44).

La segunda ocasión fue cuando Jesús predijo la destrucción de Jerusalén mientras era conducido a lo largo de la ciudad hasta el lugar de la crucifixión. Las calles estaban abarrotadas de gente, sus seguidores y enemigos entusiasmados. Jesús predijo lo que sucedería a la ciudad, al Templo y a las personas como resultado de la destrucción que traerían los romanos. Nota de nuevo como lo registró Lucas: “Lo seguía mucha gente del pueblo, incluso mujeres que se golpeaban el pecho, lamentándose por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: —Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Mirad, va a llegar el tiempo en que se dirá: ‘¡Dichosas las estériles, que nunca dieron a luz ni amamantaron!’. Entonces dirán a las montañas: ‘¡Caed sobre nosotros!’, y a las colinas: ‘¡Cubridnos!’” (Lucas 23:27-30).

Cristo cae camino al Calvario  por Rafael  (Dominio público via Wikimedia Commons)

La historia nos dice que la profecía de Jesús se cumplió unos cuarenta años después que hizo estas afirmaciones. En el año 66 d.C. los habitantes judíos de Judea se revelaron en contra de los romanos y después en el año 70 d.C. el Templo fue demolido, la mayoría de Jerusalén arrasada, y el pueblo sufrió horriblemente; todo como Jesús había predicho con gran tristeza.

Cuando Jesús gritó en la cruz “Todo se ha cumplido” (Juan 19:30), no se estaba refiriendo solo al cumplimiento de su obra expiatoria de redención, sino que también estaba declarando que el antiguo pacto (la vida y la adoración de Israel como estaba definida en la Ley de Moisés) había cumplido el propósito para el que Dios lo dio. Con la muerte, resurrección y ascensión de Jesús y el envío del Espíritu Santo, la obra que Dios hizo, en y a través de Cristo y por el Espíritu para reconciliar a toda la humanidad consigo mismo, se había llevado a cabo. Haciendo así que se cumpliera la profecía de Jeremías: “Vienen días —afirma el Señor— en que haré un nuevo pacto con el pueblo de Israel y con la tribu de Judá. No será un pacto como el que hice con sus antepasados el día en que los tomé de la mano y los saqué de Egipto, ya que ellos lo quebrantaron a pesar de que yo era su esposo —afirma el Señor—. Éste es el pacto que después de aquel tiempo haré con el pueblo de Israel —afirma el Señor—: Pondré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrá nadie que enseñar a su prójimo, ni dirá nadie a su hermano: ‘¡Conoce al Señor!’, porque todos, desde el más pequeño hasta el más grande, me conocerán —afirma el Señor—. Yo les perdonaré su iniquidad, y nunca más me acordaré de sus pecados” (Jeremías 31:31-34).

Crucifixión (de acuerdo a Rembrandt) por Bonnat  (dominio público via Wikimedia Commons)

Al decir “Todo se ha cumplido”, Jesús estaba declarando la buena noticia de la inauguración del nuevo pacto. El antiguo había pasado, el nuevo había llegado. El pecado había sido clavado en la cruz, y los propósitos de la gracia de Dios se cumplieron por la expiación reconciliadora de Cristo que hacía posible la obra más profunda del Espíritu Santo para transformar nuestras mentes y corazones. Tal transformación nos da una participación en la naturaleza humana renovada en Jesucristo. Lo que fue prometido y señalado en el antiguo pacto, así encontró ahora su cumplimiento en el nuevo (renovado) pacto en Cristo.

El derramamiento del Espíritu por van Dyck  (dominio público via Wikimedia Commons)

Como el apóstol Pablo enseñó, Cristo, quién es el nuevo pacto, realizó por nosotros lo que la Ley de Moisés, el antiguo pacto, no pudo hacer, ni era su intención lograr: “En cambio Israel, que iba en busca de una ley que le diera justicia, no ha alcanzado esa justicia. ¿Por qué no? Porque no la buscaron mediante la fe sino mediante las obras, como si fuera posible alcanzarla así. Por eso tropezaron con la piedra de tropiezo…” (Romanos 9:30-32).

Fue el pecado y el orgullo lo que hizo que los fariseos del tiempo de Jesús y los judaizantes, en el de Pablo, pensaran que sus propios esfuerzos religiosos podrían lograr lo que solo Dios mismo, por gracia, en y a través de Jesús, puede llevar a cabo por nosotros. Acercarse al antiguo pacto como ellos lo hicieron, basados en la justificación por las obras, era una distorsión causada por el poder del pecado. Sin duda la gracia y la fe no estaban ausentes en el antiguo pacto, pero como Dios sabía, Israel le daría la espalda a esa gracia. Así el nuevo (renovado) pacto fue, desde el principio, visto como el cumplimiento del antiguo pacto. Un cumplimiento llevado a cabo en la persona y obra de Jesús y por medio del Espíritu, rescatando a la humanidad del orgullo y el poder del pecado, y forjando una nueva y profunda relación para toda la humanidad, en todo el mundo, una relación que lleva a la vida eterna en la presencia del Dios Unitrino.

Para marcar la magnitud de lo que estaba ocurriendo en la cruz del Calvario, poco después de que Jesús gritara, “Todo se ha cumplido”, un terremoto sacudió la ciudad de Jerusalén, llevando a cuatro eventos que impactaron la existencia humana y cumplieron la profecía con respecto a la destrucción de Jerusalén, el Templo y la inauguración del nuevo pacto:

  • El velo del Templo, que bloqueaba el acceso al Santo de los Santos, se rompió de arriba abajo.
  • Los sepulcros se abrieron y varios muertos resucitaron a la existencia.
  • Las personas que miraban reconocieron que Jesús era el Hijo de Dios.
  • El antiguo testamento dio paso al nuevo pacto.

Al decir “Todo se ha cumplido”, Jesús estaba declarando que la presencia de Dios no habitaría más en un edificio hecho por las manos humanas, o en un lugar en particular dentro de aquel edificio (el Santo de los Santos). Al contrario, como Pablo señaló a la iglesia en Corinto, Dios habita ahora en un templo no físico, sino en el formado por el Espíritu: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, él mismo será destruido por Dios; porque el templo de Dios es sagrado, y vosotros sois ese templo” (1 Corintios 3:16-17).

El apóstol Pedro lo expresó así: “Cristo es la Piedra viva, rechazada por los seres humanos pero escogida y preciosa ante Dios. Al acercaros a él, también vosotros sois como piedras vivas, con las cuales se está edificando una casa espiritual. De este modo llegáis a ser un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por medio de Jesucristo… Pero vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclaméis las obras maravillosas de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:4-5, 9).

Basado en el ministerio terrenal de Jesús, Dios abrió un camino para vivir en y con nosotros, haciéndonos santos ya que, por el Espíritu, participamos en la propia naturaleza humana de Cristo santificada y regenerada (Tito 3:5-7). Más aún, todo nuestro tiempo es separado y hecho santo al vivir bajo el nuevo pacto, que significa participar con Jesús, por el Espíritu, en su ministerio actual. Ya sea que estemos en nuestros trabajos o recreándonos, somos ciudadanos del cielo—viviendo la nueva vida en Cristo— y así viviremos hasta nuestra muerte o hasta que Jesús regrese.

Amados, el viejo orden está acabado, en Cristo somos una nueva creación, llamada y equipada por el Espíritu para estar en misión con Jesús, para vivir y compartir las buenas noticias. ¡Ocupémonos en los negocios de nuestro Padre!

Participando contigo en la vida de Jesús por el Espíritu.

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