La ley y la promesa

En los dos primeros capítulos, hemos visto que Jesús ordena a sus discípulos a amarse los unos a los otros, que el día que los cristianos apartan para adorar no determina el grado de conversión, y que los cristianos no deben condenarse mutuamente por los días que escojan para congregarse.


También hemos visto que es de sabios seguir el ejemplo de los de Berea cuando nos exponen nuevas ideas.

En el capítulo veremos las enseñanzas del apóstol Pablo sobre la ley dada en el Sinaí.

Sabemos que la ley es «santa, justa y buena» (Romanos 7:12). Y sabemos que los Diez Mandamientos reflejan el amor de Dios. Sin embargo, por sorprendente que resulte a muchos cristianos, la Biblia enseña que los Diez Mandamientos han sido reemplazados por algo mucho más glorioso, algo que Dios desde el mismo principio sabía que iba a eclipsar la ley dada a Israel.

«¡Un momento! ¿Qué está tratando de decir? ¿O sea que podemos cometer adulterio, o matar, o robar?» Por supuesto que no.

Lo que la Biblia enseña es que la ley, (el Torá), toda la ley, y esto incluye los Diez Mandamientos, fue dada a Israel por un período específico de tiempo, un tiempo que transcurre entre el encuentro de Dios con Israel en el Sinaí hasta la llegada de Jesús el Mesías.

Con la venida de Jesús vino una nueva ley, la ley de Cristo (1 Juan 3:21-24). Fue un nuevo pacto, un nuevo arreglo entre Dios y los hombres, y no se limitó solo a los israelitas. Fue un pacto con todos los pueblos.

Cuando vino el «nuevo convenio», el «viejo» expiró. Desde entonces el reino de Dios está abierto a todos los pueblos, y no solo a uno. El primer trato, o pacto, fue una preparación, algo así como preparar el escenario para el nuevo trato, el nuevo pacto en la sangre de Cristo.

El primer pacto se diseñó para ser realizado con Israel (Gálatas 3:23-25), y fue temporal, hasta que llegase el momento adecuado. Entonces, el plan de Dios de acercar a los seres humanos a su reino tomó impulso, y su propio Hijo vino a ser uno de nosotros.

Todo según el plan

El pacto del Sinaí, ubicado entre la promesa que se hizo a Abraham y la venida de Cristo, no iba a durar para siempre.

Fue, más bien, una fase vital en el plan de Dios de cumplir la promesa hecha a Abraham y a todos los que, al igual que Abraham, viven por fe (Gálatas 3:7-9). En ese pacto, como en todos los pactos que Dios ha hecho con los hombres (Los pactos de Dios en el Antiguo Testamento incluyen el pacto con Noé [Génesis 9:9-17], con Abraham, Isaac y Jacob [Génesis 15:18; 17:2-21; etc.], con Israel en el Sinaí [Éxodo 19:5; 24:7], con Josué e Israel [Josué 24:25], con David [2 Samuel 7:1-17] y el pacto que está profetizado ha de venir [Jeremías 31:31]), se ve un reflejo del carácter y el amor de Dios por su pueblo, pero el verdadero clímax estaba por venir.

Cuando Jesucristo vino, según la promesa de Dios y en el debido tiempo (Gálatas 4:4-5), los seres humanos vieron algo infinitamente superior a un simple reflejo. Se enfrentaron al verdadero carácter y corazón de Dios en la persona de su propio Hijo (Hebreos 1:1-3) ¡y se les invitó a entrar en su reino si tenían fe en Jesucristo!

Los Diez Mandamientos fueron dados a Israel; Jesucristo fue dado al mundo entero.

El pacto del Sinaí tenía la misión de formar la fe en el pueblo hasta que el Mesías (Cristo) llegara.

Entonces, con su llegada, el pacto expiró, tal y como Dios lo había planeado desde el principio, y un «nuevo pacto» (Mateo 26:28) comenzó con la sangre de Cristo.

Había llegado el tiempo para que aquellos que aceptasen y creyesen en el evangelio, viviesen bajo una nueva forma de administración de la voluntad de Dios, conforme al Espíritu Santo (Romanos 8:17).

Desde entonces, al poner su confianza en Jesucristo, el pueblo de Dios es justificado por Dios mismo. Dios iba a cambiar sus corazones y a perdonarlos (Hebreos 8:7-13).

El pacto con Israel

Muchas personas se sorprenden al saber que los Diez Mandamientos fueron dados a Israel y no al resto del mundo.

Es muy común entre los cristianos creer que los «Diez Mandamientos» fueron dados para toda la humanidad y específicamente para los cristianos. Pero la Biblia es bastante clara en lo que respecta a quiénes recibieron la ley en el Sinaí.
El último versículo del libro de Levítico lo resume de esta manera: «Estos son los mandamientos que Jehovah ordenó a Moisés para los hijos de Israel, en el monte Sinaí» (Levítico 27:34).

El versículo 46 del capítulo previo nos da básicamente la misma información: «Estas son las leyes, los decretos y las instrucciones que Jehovah estableció entre él y los hijos de Israel en el monte Sinaí, por medio de Moisés».


Es evidente que los mandamientos son de Dios. Pero, ¿para quiénes son? Son para los antiguos israelitas; Dios se los dio por medio de Moisés en el monte Sinaí. Forman parte del pacto que Dios estableció con Israel.

La promesa del pacto

En pasajes como Deuteronomio 29:22-28 y 32:45-46 vemos que la principal promesa en relación con el pacto que Dios hizo con Israel fue la promesa de un territorio. Si Israel cumplía su parte del pacto, permanecería en la Tierra Prometida; si se olvidaba del pacto, perdería la tierra.

Aquí surge la pregunta: «¿No fueron los Diez Mandamientos dados aparte del pacto? ¿Por qué los están incluyendo con el pacto?»

Para encontrar la respuesta, veamos Deuteronomio 4:13. Mientras recordaba a los israelitas lo que sucedió en el Sinaí, Moisés les dijo: «El os declaró su pacto, el cual os mandó poner por obra: Los Diez Mandamientos. Y los escribió en dos tablas de piedra».

El pasaje de Deuteronomio 5:1-6 también nos deja ver que los Diez Mandamientos y el pacto no están separados. Lejos de estar separados del pacto, los Diez Mandamientos son el corazón del mismo.

De carácter temporal

En 2 Corintios 3:6-11, Pablo hace una analogía entre el pacto hecho con Israel, escrito en tablas de piedra, y el pacto hecho con los creyentes, escrito en el corazón de los hombres.

Pablo escribió: «El mismo nos capacitó como ministros del nuevo pacto, no de la letra, sino del Espíritu. Porque la letra mata, pero el Espíritu vivifica. Y si el ministerio de muerte, grabado con letras sobre piedras, vino con gloria —tanto que los hijos de Israel no podían fijar la vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, la cual se había de desvanecer—, ¡cómo no será con mayor gloria el ministerio del Espíritu! Porque si el ministerio de condenación era con gloria, ¡cuánto más abunda en gloria el ministerio de justificación! Pues lo que había sido glorioso no es glorioso en comparación con esta excelente gloria. Porque si lo que se desvanecía era por medio de gloria, ¡cuánto más excede en gloria lo que permanece!»

Lo que Dios hizo con los israelitas fue glorioso. Pero Dios no terminó allí. Desde el primer día, Dios tenía en mente algo mucho más glorioso.

Según lo planeado

A su debido tiempo, Dios hizo algo más glorioso, tan glorioso que eclipsa por completo la obra realizada con Israel.

Esto es debido a que el nuevo arreglo, que en realidad viene a ser como la realización, o la meta, o el clímax, o el cumplimiento del primer arreglo, toma todos los elementos del primer arreglo y los multiplica de manera exponencial.

Se convierte en todo lo que el primer arreglo señalaba pero de lo que era tan solo una insinuación.

Piense en una diminuta semilla de aspecto duro y oscuro que un día, a su debido tiempo, produce una flor de radiante color, suave textura y dulce fragancia, y empezará a tener una idea de lo que esto significa.

Lo que yo he llamado el «verdadero trato», o sea «el nuevo pacto», empezó con el que llamamos el «antiguo pacto».

Podríamos, en un sentido, decir que solo hay un pacto, pero que creció al punto que quien lo vio al principio nunca pudo imaginar en lo que se convertiría. Solo Dios sabía exactamente adónde llegaría, y estuvo siempre hablando de esto en los libros que llamamos el Antiguo Testamento.

Un Pacto Superior

El libro de los Hebreos nos permite ver con más claridad lo que es el nuevo pacto. Allí se nos dice: «Pero ahora Jesús ha alcanzado un ministerio sacerdotal tanto más excelente por cuanto él es mediador de un pacto superior, que ha sido establecido sobre promesas superiores» (Hebreos 8:6).

Así que el nuevo pacto, o el florecimiento del antiguo, si lo prefiere, es superior y tiene mejores promesas. Las promesas del primer pacto tenían que ver con la tierra. Pero las promesas superiores de un pacto que es superior tienen que ver nada menos que con la vida eterna.

La base del nuevo pacto es ni más ni menos que la sangre del Hijo de Dios, algo que no se podía imaginar en el antiguo pacto. «Esto es mi sangre del pacto, la cual es derramada para el perdón de pecados para muchos» (Mateo 26:28).

Dios sabía desde el principio que el pueblo iba a fallar. Sabía que no tenía lo que se requería para ser un pueblo santo. Pero ellos no lo sabían. Y para que el pueblo pueda entrar en el reino de Dios debe reconocer su lamentable estado y depender totalmente de la gracia y la misericordia de Dios.

Conocer a Jesucristo es saber que lo necesitamos. Uno puede aparentar estar bien, incluso dar esa impresión a los más perspicaces, pero en el fondo, como todas las personas, somos unos pecadores.

La ley de Moisés, dada en el Sinaí, sirvió para condenar abiertamente a todos y mostró lo que realmente somos en nuestros corazones, rebeldes y pecadores. Pero al venir Cristo, la ley del Sinaí, habiendo cumplido su propósito, se fue desvaneciendo, y Cristo empezó a brillar con una luz eterna.

La ley: Es buena pero temporal

Entonces, si la ley se fue desvaneciendo, ¿significa que la ley es mala? Definitivamente no. Pablo dice que la ley es santa, justa y buena (Romanos 7:12). Pero la ley fue temporal (2 Corintios 3:11). Tuvo un papel que jugar, un papel dado por Dios. De hecho fue dada para un período específico de tiempo y para un pueblo específico.

Cuando vino Cristo, llegó el momento señalado por Dios para que la ley del Sinaí se hiciese a un lado. «Cristo es el fin de la ley», escribió Pablo, «para justicia a todo aquel que cree» (Romanos 10:4).

Cuando decimos que Cristo es el fin de la ley, no queremos decir que la ley del Sinaí era algo tan malo que Jesucristo tuvo que venir a destruirla. Ese no es el punto al que se refiere Pablo.

El punto al que se refiere Pablo es que Dios dio la ley del Sinaí para un período específico de tiempo y con un propósito específico, y ese propósito ya se había cumplido. Está diciendo que la ley formó parte de la forma como Dios preparó el escenario para la venida de Cristo. Una vez vino Cristo, el propósito de la ley se había cumplido.

Hecha para Condenación

Pero, ¿cuál era el propósito de la ley del Sinaí? Pablo dice que la ley vino para que el pecado se hiciese más evidente (Romanos 5:20).

En otras palabras, Dios dio la ley para que se hiciese absolutamente claro a todos que su pueblo era pecador. Pero eso no es todo. A los gentiles, quienes no tienen ley, se les mostró que eran pecadores al escribir en sus propios corazones y conciencias los requisitos de la ley (Romanos 3:14-15).

Hubo dos cosas más con relación a la ley. Primera, fue por medio de la ley que Dios dio a conocer su voluntad a su pueblo elegido.

Segunda, y más importante, con la ley Dios dio a conocer sus promesas. Dios sabía que Israel, a pesar de la gran ventaja que tenía de ser su pueblo especial, iba a mostrarse hostil y rebelde a su voluntad. (Igual hubiese ocurrido con cualquier nación que Dios hubiese escogido como su pueblo.)

Dios también sabía de su promesa de gracia que habría de venir, una promesa que era más grande que la ley y que se sobrepondría a la sentencia de la ley.

La promesa cumplida

La ley condenaba, pero la promesa, siendo más grande, traía perdón y reconciliación mediante Cristo, quien murió en lugar de los pecadores (Romanos 5:15-17).

Dios mismo, en Jesucristo, trae a los seres humanos la vergüenza y la muerte como resultado de su rebelión e infidelidad, y asimismo provee la obediencia y fidelidad que necesitamos para ser perdonados y salvos. En Cristo, Dios se muestra no como el Dios de Israel simplemente, sino como el Dios de todos los seres humanos. El muro de separación entre Israel y los gentiles es removido en Cristo. Tanto los unos como los otros hemos sido pecadores y hemos sido redimidos. Ya no hay más separación (Efesios 2:11-18).

Y puesto que ya no hay más separación, ya no hay más necesidad de aquellos aspectos de la ley que fueron diseñados para crear separación: la circuncisión, el sábado y las leyes de purificación.

Las leyes de separación

Pablo a menudo toca el tema de la circuncisión, y de manera particular en su carta a los Gálatas. Allí en el capítulo 5:3, hace énfasis en el hecho de que cuando los gentiles son circuncidados según la ley, están obligados a obedecer toda la ley. Esto es debido a que la circuncisión fue una señal del pacto entre Dios e Israel.
De igual modo, el sábado fue una señal entre Dios e Israel (Éxodo 31:13). El mismo hecho de que el sábado era una señal que identificaba a Israel como el pueblo especial de Dios muestra que el sábado no fue un mandamiento que tenía que ver con los gentiles.

Los gentiles no cometían pecado si trabajaban en sábado; el sábado nunca fue para ellos. Los gentiles pecaban si había malicia, engaño, amargura, asesinato, destrucción y cosas como esas (Romanos 3:9-20).

Lo mismo es cierto con relación a las leyes de purificación. Fueron dadas para demostrar la separación que había entre Israel y los gentiles (Levítico 20:25-26), una separación que existió hasta que vino Cristo.

Esa es la razón por la que hubo tanta controversia en la iglesia primitiva sobre las reglas que había entre judíos y gentiles cuando comían juntos. Los judíos no solo tenían que cumplir unas reglas estrictas de la ley en cuanto a la dieta y las distintas abluciones, sino que tenían que comer separados de los gentiles para no ser contaminados.

Fue precisamente sobre este aspecto de la separación y las leyes de purificación que Pablo reprendió a Pedro en Antioquía (Gálatas 2:11-16).

Entonces, ¿adónde nos lleva todo esto? No estamos bajo la ley del Sinaí (Romanos 6:14). ¿Significa eso que podemos pecar libremente? No, por supuesto que no (vers. 15). Ahora hemos sido hechos uno con Cristo. Ahora estamos bajo su ley (1 Corintios 9:20-21), y servimos a Dios de una nueva forma, según el espíritu (Romanos 7:4-6).

En el capítulo cuatro, veremos la relación que hay entre la ley y el espíritu.

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